“Con un oído
muy abierto y el otro bien cerrado”
Fernando Ganem
Aún no tenía 15 años y ya quería tragarme el mundo a
través de una cámara. Un hecho casi fortuito detonó en mí las ansias del cine:
“¡Servicios médicos!, ¡vengan para
acá!”, gritó acelerado un activista mientras un sujeto se enterraba una navaja
en el corazón. Impaciente, vi a través de mi hi 8 al señor tirado en el suelo
sin mirada, en las últimas convulsiones, vomitando sin fuerzas sangre, como si
aún quisiera... no lo sé. Y yo, el niño que contemplaba tras el lente quería
filmar todo.
Pasaron los años y seguí capturando cosas por el estilo,
que en aquel momento suponía tener bastante claras y de las que hoy francamente
entiendo menos cada día.
En aquellos años tuve la certeza de qué quería hacer el
resto de mi vida, pero no sabía cómo, ni cuándo, ni por dónde. Fue por eso que
me acerqué al Maestro Marcel Sisniega quien casi siempre estaba malhumorado,
tras una taza de café y muy ensimismado en algún artículo o algún juego de
ajedrez a la distancia, por lo tanto, me recetaba únicamente cinco o diez
minutos de su tiempo.
A veces, yo escribía un intento de guion o filmaba
cualquier cosa, la llevaba a casa de Marcel en la Calle de la Luz número 31 y
él me recibía así: ¿A ver Ganem, ahora qué traes? el Maestro Sisniega abría la
boca solo para bostezar, y yo sentía la obligación de acertar con frases
inteligentísimas, pero él me daba uno o dos consejos y me sacaba a la calle.
Después de unos años, por mi terquedad y el talento que ya se dejaba entrever,
me llamó a la cadenita una de sus películas, filmada en el Cut, donde era
asistente de producción, no podía declinar la oferta, pues además de intuir que
habría buena comida estaría cerca de Mariana Morones, actual semi-estrella de
televisa a quien no podía dejar de verle las piernas, uno de mis principales
errores en el set, que casi me cuesta el puesto. Quiero añadir que una de mis
principales tareas durante el rodaje consistía en ir a la tienda por unas
pastillas que solo hasta ahora entendí para qué servían, ominosas idas a la
farmacia de insurgentes.
Pasaron un par de años y como yo seguía obstinado en
hacer cine y él no había aprendido la lección de contratarme, me llamó para un
ficción bressoniana, como cariñosamente la llamaba, y un documental que filmaríamos
a la par; todo en medio de Iztapalapa, donde por cierto me pidió a las 11 de la
noche y en domingo que consiguiera un electricista para colgarnos de unos
cables y poder filmar una secuencia faltante, regresé al poco tiempo sin el
electricista pero con un vagabundo perfecto como extra que necesitaría al día
siguiente. Supongo que eso me salvó otra vez de perder mi puesto. Otra de mis
tareas consistía en tener cacahuates enchilados a la mano todo el tiempo que
era lo único que el señor comía entre alimentos. Para ser sincero, yo estaba
hasta la madre de los cacahuates que era lo único que nos daba de catering;
además de los peores tacos al pastor que probé en mi vida. No es verdad ahora
lo recuerdo cuando probé los de frijol preferí solo fumar hasta casi vomitar
-suena risible pero no es ninguna broma-.
Algo pasó después de esa película que nos hicimos amigos;
él tan hermético en el coche de regreso a Cuernavaca donde tenía que ver no sé
a qué licenciado, tuvo la cortesía de pararse en Tres Marías para invitarme una
cerveza y hablar de su padre, sus días de juventud en Cuernavaca y dos o tres
anécdotas que en este caso preferiría no citar por miedo a manchar su memoria
-las anécdotas incluían a Leo Mendoza y Martín Zapata, quienes siguen vivos y podrían
reprobarme-. Por cierto, un dato que no quiero dejar de incluir y que me contó
esa misma noche fue el hecho de que su padre era veracruzano; ahora entiendo
por qué era tan chingón: mitad jarocho y mitad guayabo. A pocos hombres Dios
los bendice de este modo.
Hace unas semanas, estábamos echando a andar lo que
hubiera sido mi cuarta película con él; sin embargo, tratando de apartarme de
la tristeza, recuerdo una de sus frases más atinadas: “Hay que filmar con un
oído muy abierto y el otro bien cerrado”, que junto con “por donde pasa el cine
no crece el pasto” tendrían que estar en los libros de texto de todas las
primarias del país, no más porque sí.
Un octubre me abordó cerca del baño de la Escuela
Veracruzana de cine donde él era director y yo estudiante; mientras fumaba con
Juan, se acercó y nos dijo: “esto no lo voy a decir adentro del salón, pero
esto se trata de huevos” y con esa frase, entre otras muchas enseñanzas, me
quedo. Aquí no hay tiempo para pusilánimes es una cuestión de valor y de coraje,
seguir con la vida, seguir con el cine aunque en el camino vayamos dejando
jirones de nosotros mismos. Hasta siempre maestro.
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