domingo, 14 de abril de 2013

En memoria de Marcel Sisniega




“Con un oído muy abierto y el otro bien cerrado”

Fernando Ganem


Aún no tenía 15 años y ya quería tragarme el mundo a través de una cámara. Un hecho casi fortuito detonó en mí las ansias del cine: “¡Servicios  médicos!, ¡vengan para acá!”, gritó acelerado un activista mientras un sujeto se enterraba una navaja en el corazón. Impaciente, vi a través de mi hi 8 al señor tirado en el suelo sin mirada, en las últimas convulsiones, vomitando sin fuerzas sangre, como si aún quisiera... no lo sé. Y yo, el niño que contemplaba tras el lente quería filmar todo.

Pasaron los años y seguí capturando cosas por el estilo, que en aquel momento suponía tener bastante claras y de las que hoy francamente entiendo menos cada día.

En aquellos años tuve la certeza de qué quería hacer el resto de mi vida, pero no sabía cómo, ni cuándo, ni por dónde. Fue por eso que me acerqué al Maestro Marcel Sisniega quien casi siempre estaba malhumorado, tras una taza de café y muy ensimismado en algún artículo o algún juego de ajedrez a la distancia, por lo tanto, me recetaba únicamente cinco o diez minutos de su tiempo.

A veces, yo escribía un intento de guion o filmaba cualquier cosa, la llevaba a casa de Marcel en la Calle de la Luz número 31 y él me recibía así: ¿A ver Ganem, ahora qué traes? el Maestro Sisniega abría la boca solo para bostezar, y yo sentía la obligación de acertar con frases inteligentísimas, pero él me daba uno o dos consejos y me sacaba a la calle. Después de unos años, por mi terquedad y el talento que ya se dejaba entrever, me llamó a la cadenita una de sus películas, filmada en el Cut, donde era asistente de producción, no podía declinar la oferta, pues además de intuir que habría buena comida estaría cerca de Mariana Morones, actual semi-estrella de televisa a quien no podía dejar de verle las piernas, uno de mis principales errores en el set, que casi me cuesta el puesto. Quiero añadir que una de mis principales tareas durante el rodaje consistía en ir a la tienda por unas pastillas que solo hasta ahora entendí para qué servían, ominosas idas a la farmacia de insurgentes.

Pasaron un par de años y como yo seguía obstinado en hacer cine y él no había aprendido la lección de contratarme, me llamó para un ficción bressoniana, como cariñosamente la llamaba, y un documental que filmaríamos a la par; todo en medio de Iztapalapa, donde por cierto me pidió a las 11 de la noche y en domingo que consiguiera un electricista para colgarnos de unos cables y poder filmar una secuencia faltante, regresé al poco tiempo sin el electricista pero con un vagabundo perfecto como extra que necesitaría al día siguiente. Supongo que eso me salvó otra vez de perder mi puesto. Otra de mis tareas consistía en tener cacahuates enchilados a la mano todo el tiempo que era lo único que el señor comía entre alimentos. Para ser sincero, yo estaba hasta la madre de los cacahuates que era lo único que nos daba de catering; además de los peores tacos al pastor que probé en mi vida. No es verdad ahora lo recuerdo cuando probé los de frijol preferí solo fumar hasta casi vomitar -suena risible pero no es ninguna broma-.

Algo pasó después de esa película que nos hicimos amigos; él tan hermético en el coche de regreso a Cuernavaca donde tenía que ver no sé a qué licenciado, tuvo la cortesía de pararse en Tres Marías para invitarme una cerveza y hablar de su padre, sus días de juventud en Cuernavaca y dos o tres anécdotas que en este caso preferiría no citar por miedo a manchar su memoria -las anécdotas incluían a Leo Mendoza y Martín Zapata, quienes siguen vivos y podrían reprobarme-. Por cierto, un dato que no quiero dejar de incluir y que me contó esa misma noche fue el hecho de que su padre era veracruzano; ahora entiendo por qué era tan chingón: mitad jarocho y mitad guayabo. A pocos hombres Dios los bendice de este modo.

Hace unas semanas, estábamos echando a andar lo que hubiera sido mi cuarta película con él; sin embargo, tratando de apartarme de la tristeza, recuerdo una de sus frases más atinadas: “Hay que filmar con un oído muy abierto y el otro bien cerrado”, que junto con “por donde pasa el cine no crece el pasto” tendrían que estar en los libros de texto de todas las primarias del país, no más porque sí.

Un octubre me abordó cerca del baño de la Escuela Veracruzana de cine donde él era director y yo estudiante; mientras fumaba con Juan, se acercó y nos dijo: “esto no lo voy a decir adentro del salón, pero esto se trata de huevos” y con esa frase, entre otras muchas enseñanzas, me quedo. Aquí no hay tiempo para pusilánimes es una cuestión de valor y de coraje, seguir con la vida, seguir con el cine aunque en el camino vayamos dejando jirones de nosotros mismos. Hasta siempre maestro.




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